jueves, 6 de noviembre de 2008

Catálogo de tristezas

Catálogo de tristezas

Llegaron todas, en procesión. Las primeras vestían túnicas blancas y sonrisas. Eran adolescentes, blancas y adolescentes. Sus caderas marcaban el paso al ritmo de una flauta. Cadencia que se alejó con su recuerdo.

El escribano se embelesaba escribiendo, describiéndolas una a una, al detalle. Sonrió y me guiñó un ojo. Yo me ruboricé por tener unas tristezas tan jóvenes, y me encogí de hombros.

Hubo un lapso bastante largo sin que ocurriera nada. Mis cejas y las del escribano se enarcaron sorprendidas. Cuatro pares de cejas que no tenían dónde posarse. Y explotamos en una sonrisa cómplice.

Llegó un remolino de aire, donde aparecían rostros. El remolino provocó una pequeña catástrofe en la mesa del escribano. Los papeles, meticulosamente ordenados, volaron. También nuestros cabellos volaron con aquella ráfaga.
El escribano me volvió a mirar y me disculpé:
- Tenía sólo quince años.

Y tosí porque se me había metido el polvo del camino en la garganta.

Llegaron las sombras. Chinescas, burlonas, feísimas, algunas sin rostro sin cabeza. Ninguna nos miró, menos mal, porque no habría podido resistirlo.
Pasó la muerte. El escribano y yo nos levantamos para ver si estaba mi nombre en alguna de las alma que llevaba sujeta a la túnica. No estaba. Pero sí que hallé nombres conocidos.

Pasó el mar, agitado. Aquel mar que de niña siempre estaba tranquilo, presto para albergar mis juegos, se había convertido en una borrasca poco conciliadora.

Aparecieron montañas, ríos, valles, nubes.
Noches de insomnio.
Días sin palabras.
Amaneceres partidos a la mitad.
Anocheceres lánguidos.
Melancolía de la tristeza sin rabia.

También llegaron los gritos sin voz,
Lágrimas sofocadas
La lluvia mezclada con el barro.
La música satánica.
El ruido del mundo....
.... el silencio del alma....

Pasó un eón.
Y el escribano y yo ya estábamos agotados.
Las hojas se habían convertido en libros y éstos en tomos. El escribano tenía una letra hermosa y pausada. Escribía tan bien, que las palabras se agitaban. El mar se desbordaba a raudales de las hojas, la muerte agitaba su túnica negra.
Encendí un cigarro, expectante. Aún faltaba una tristeza.
El escribano comenzó a escribir. Describió el humo, cómo pasaba del aire a mis pulmones y salía de nuevo. Le ahorré el trabajo y exhalé directamente el humo en las hojas. Y allí se quedó enganchado, calada a calada, todo mi humo.

- Aún falta una.
El escribano se puso cómodo.
- No tengo prisa. Esperaré.
Era un hombre de palabras escritas pero no habladas, sin embargo le hice una pregunta.

- ¿Cómo se hace uno escribano?
- Yo no tengo tristezas, si las tuviera, no podría escribir las de los demás.
- Pero es triste escribir las de los demás ¿No?
El escribano se encogió de hombros.
- No lo sé. Nunca he tenido ninguna tristeza. Por eso me hice escribano para entender la esencia, el por qué y el cómo de las tristezas.
- Si no tienes tristezas es que nunca has vivido.
- Mi vida son los libros Leo, escribo, describo, apunto, señalo... Es lo que hago.
- Pues deberían darte tristezas, también los libros.

El escribano siguió hablando.
- Las he buscado en diccionarios, manuales, enciclopedias, compendios, listines, novelas, teodiceas, biblias, coranes, necronomicones y no encontré ni una mía.
Suspiré, la última tardaba demasiado.

- Alguna encontrarás. Si quieres te regalo alguna. No sé cómo podré con todas ellas.
- No me parecen interesantes.
Me eché a reir.
- Pero si la tristezas no pueden ser interesantes solo son...- No encontraba la palabra adecuada.
El escribano me miró curioso.
- Son...-
- Son... – Repetí a mi vez.
- Pues tristes, ¿Qué van a ser sino?-
Yo ya estaba impaciente por mi última tristeza, que no acababa de llegar. No entendía a aquel hombre sin tristezas.
El escribano me ofreció una solución.
- si quieres yo la escribo aunque no venga.
- ¿Estás seguro? Yo no sé describir como tú.
- háblame y haré lo que pueda.
- Pues es ....- Y salieron palabras a borbotones que al escribano no le daba tiempo a escribir. Y con esa última tristeza llené hojas, que se convirtieron en libros y éstos a su vez en tomos y pronto sobrepasaron a los otros tomos con las otras tristezas. El escribano tenía el ceño fruncido porque todas aquello que le contaba no tenía sentido para él, lo escribía todo como yo lo decía a falta de poder reflejarse en algo.
De repente un gran trueno sonó.
El escribano sonrió.
- Ahora veremos si hice bien la descripción.

La última tristeza apareció. La miré hipnotizada. Y el escribano se quedó lívido.
- ¿ Eso es tu tristeza?
- Sí.

Y se deshizo en un montón de improperios
- ¿Todos estos tomos, tanta tinta gastada para una una una vulgar mota de polvo?
El escribano cerró el último tomo asesinando a la última palabra escrita “pájaro” que no había parado de revolotear y piar.
- Es... la incomprensión.

Parecía que se le iban a salir los ojos de las cuencas. Y ocurrió lo que sabía que iba a pasar.
- ¡Loca! ¡Estás loca ! he escrito todo esto para describir una mota de polvo.
- No es una mota de polvo cualquiera, es mi imcomprensión.
- ¡Estás loca! ¡Loca! – Y cogió sus tomos y se fue de allí, con la mota de polvo en la mano.
Tristeza que nunca se va, imposible de describir, confundida con la locura, como había hecho el escribano y como hacían todos. Mientras, el escribano se iba en busca de un alma más cuerda, regonzando para sus adentros.

2 comentarios:

Jo dijo...

Ole!, Ole!, Ole!

Que bien lo haces guapa. Pero que bien.

Yo también me quedé sin palabras.

Angie Simonis dijo...

Qué tristeza más común y sin embargo,tan especial para cada ser humano.
Una historia muy triste, valga la redundancia, pero muy enternecedora.
Cada día escribes mejor.