A veces me gustaría que el mundo pudiera cambiarse con un simple chasquido de mis dedos. Plak¡¡ y fuera guerras e injusticias. Pero por desgracia, el camino es largo, a veces tan árido y duro que me apetece mandarlo todo a la porra y quedarme en casa, tirada en el sofá con mis libros y pelis. Pero en otras ocasiones, ves el reconocimiento a tus esfuerzos, no en algo grande, sino en las caras de asombro, cuando toca dar una charla y desmontas un estereotipo o prejuicio. Simplemente una mandíbula desencajada durante un segundo, ya me vale.
Mi utopía es pensar que con mi trabajo estoy contribuyendo a construir un mundo más vivible que el que tenemos. Siempre parto de la idea de que la inteligencia es la capacidad, no de descubrir grandes teorías científicas, sino de descubrir y empatizar con los demás. Saber que se puede llegar a ellos y generar una reacción humana, cambiar la sociedad desde las microsociedades de cada persona.
Como decía en el primer párrafo, es un camino arduo y complicado, es una carrera de fondo. A fondo perdido porque el resultado es precisamente que no haya resultados. Porque lo malo es medible, sólo hay que leer el periódico o ver las noticias, lo bueno no es medible, no se cuenta. En ningún noticiario dan paso a “las buenas noticias”.
Me gustaría que de aquí a unos años, las agresiones lgtbfóbicas, sea historia. Algo que ocurría pero que ya ha terminado. Que el silencio y el miedo de personas que tienen una orientación sexual o identidad de género diferente a lo marcado socialmente, sean, dentro de unos años, la historia que cuenta un abuelo o abuela a su familia. Y lo mejor de todo, que cuando la escuchen, se le desencaje la mandíbula de asombro.