martes, 18 de agosto de 2009

El Ángel de la siete.

Este relato lo escribí hace tres años,  después de haber trabajado en una panadería industrial de la que no voy a decir su nombre. Es un borrador, tendrá alguna falta pero si me pongo a corregir seguro que acabaría por cambiar el relato entero …Espero que os guste.

Me gustaba pensar que era un ángel. Un ángel somnoliento que entraba a las siete de la mañana a trabajar. Cruzaba la sección de la fábrica en la que yo trabajaba, susurraba un minúsculo “buenos días” al aire más que a nosotros y desaparecía por la puerta que daba al ascensor.

Al principio creía que era una desagradable, pero me di cuenta de que simplemente, llegaba dormida. Y hasta las diez no hablaba con nadie.

No sé por qué se había metido en la cabeza que era un ángel. Iba vestida de blanco, pero como el resto de los trabajadores, yo también llevaba el uniforme reglamentario y sólo era eso, un uniforme. Pero me gustaba pensar que bajaba directamente desde el cielo, después de una noche hablando con Dios sobre los misterios humanos y divinos y venía a la fábrica para hacer también cosas terrenales para aprender más sobre los seres humanos. A la hora del cigarro me sentaba a su lado en la sala de descanso, y hablábamos de nuestros trabajos, tampoco había mucho de que comentar, todo era muy mecánico, todos los días hacíamos las mismas cosas. Me gustaba charlar con ella sobre todo cuando aún no estaba del todo despierta y sus ojillos aún luchaban por estar abiertos. El humo del tabaco decoraba la sala y siempre me quedaba con ganas de invitarla a tomar un café al salir del trabajo, pero me daba miedo. Aunque no sabía si temía más que me dijera que no o que me dijera que sí.

El tiempo no pasaba de la misma manera en la fábrica, todo se alargaba, se fusionaba, las horas perdían su ritmo. Las primeras pasaban muy rápido, casi sin darnos cuenta pero los últimos minutos del turno se alargaban en el infinito, y mis compañeros y yo nos impacientábamos mirando el reloj que, de repente, parecía que había frenado su minutero.

Todo era blanco en la fábrica, las paredes, las máquinas, los instrumentos de trabajo, nuestros uniformes e incluso lo que comíamos.

La suciedad se notaba más ante tanta pulcritud e intentábamos mantenerlo todo barrido y recogido. El encargado insistía con eso. Decía que luego el jefe le montaba la bronca a él. El caso es que nunca nadie había visto al jefe, nadie sabía ni cómo se llamaba, sólo era alguien que de vez en cuando daba órdenes muy concretas, pero éstas llegaban a través del encargado.

No sabía si me gustaba trabajar allí, mis compañeros eran amables pero había muchas cosas que hacer y no podía hablar mucho con ellos. Luego aparecía más gente en los siguientes turnos, pero sólo esperaba, atenta, la entrada de Isabel, que ya la había bautizado como “el ángel de las siete”.

Un día se le cayeron unas cajas que llevaba en un carro con ruedas. Yo estaba preparando unas cajas, y sentí un estruendo. Ante el temor de que alguien se hubiera hecho daño salí corriendo al pasillo, y allí me encontré a Isabel, al lado de las cajas esparcidas por el suelo, con la mano en la boca con cara de susto, mirando el suelo sembrado de cajas. Le pregunté si se había hecho daño y negó con la cabeza sin alterar su cara ni su gesto, y me eché a reír.

- Tranquila, se te podían haber caído más, aún quedan unas pocas en el carro.-

Y la ayudé a devolver las cajas a su sitio.

Con el tiempo, me acostumbré al ritmo de trabajo, y dejaron de dolerme la espalda y los pies. Las cosas dejaron de pesar tanto y todo lo hacía muy deprisa y muy bien, aunque salía tan agotada que sólo pensaba en volver a casa y dormir, pero empecé a sentirme extraña, como si el tiempo no pasara dentro de la fábrica, y lo de fuera no existiera.

Al terminar mi turno me cambiaba de ropa, salía por la puerta... y sólo dormía. Un día, colocando unas cajas, me di cuenta de que ya no recordaba cómo era mi casa, ni qué hacía en ella, ni quiénes eran mi familia y mis amigos. En el descanso salí disimuladamente a la calle. El exterior era el mismo, las otras fábricas enfrente, los coches pasando... pero nada existía fuera del polígono, sólo se veía una bruma que desdibujaba los contornos de las montañas y de los pueblos cercanos.

Al terminar el turno me propuse que no me quedaría dormida nada más entrar en el coche de mi compañera Arian. Pero con sólo sentarme se me cerraban los ojos y no conseguía llegar a la salida del polígono sin dormirme.

Tenía que levantarme muy temprano y cuando ya sentía el frío de la noche, estaba sentada, de nuevo, en el coche de Arian de vuelta al trabajo. Recordaba que había estado en casa, que había comido y que había visto la tele, pero no recordaba ningún detalle especial. Le pregunté a Arian qué día era.

-Miércoles, sólo quedan tres días para volver al fin de semana.-

Le pregunté qué era lo que había hecho el anterior y me relató cosas que me daba la sensación de que ya había escuchado una y otra vez. Lo que me asustó es que de mi fin de semana sólo recordaba que había dormido, nada más.

Todo aquello era muy extraño, tenía la sensación de que mis compañeros hablaban siempre de lo mismo, que a Arian se le caía la misma hilera de cajas todos los días, en el mismo punto, en el mismo lugar y que Javier, el encargado nos ordenaba una y otra vez hacer las mismas cosas. Sólo ocurrían cosas cuando estaba Isabel, sólo ella me contaba cosas diferentes y sólo a ella, también hacía cosas diferentes.

Un día le propuse subir a ver su sección de la fábrica.

- ¿Me la enseñas? solo conozco mi sección y esto tiene pinta de ser muy grande.

Ella asintió, bostezando, acababa de llegar y estaba apurando un cigarro antes de entrar en su turno.

- Cuando quieras. Coges el ascensor o subes por las escaleras. Así me echas una mano.

Asentí con la cabeza. Aquel día, a pesar de tener mucho sueño, me quedé al terminar.

Me dirigí al ascensor, estaba abierto. Era enorme y era lo primero que veía en la fábrica que no era blanco, al contrario, era oscuro y viejo.

Había unas escaleras, al lado del ascensor, pero tampoco me inspiraban mucha seguridad. Entré en el ascensor. Sólo había dos botones y pulsé el del primer piso, el cajón se elevó emitiendo un sonido extraño y llegué, casi de inmediato. Al abrir la puerta, sólo se podía ver una extraña luminosidad, no podía ver el suelo, y sólo se veía un largo pasillo sin ninguna puerta. Un poco asustada, salí del ascensor y comencé a andar.

La luz me envolvía y me molestaba en los ojos, pero el pasillo no se terminaba nunca. Lancé un inseguro “hola” que se quedó flotando en la luminosidad y que no fue respondido. Llamé a Isabel varias veces pero tampoco nadie respondió, ni nadie apareció. Di la vuelta, buscando el ascensor de nuevo, y caminé y caminé. Estaba muy nerviosa y mi corazón latía a gran velocidad, eché a correr en dirección al ascensor, pero no llegaba a ningún sitio y me desplomé, sudorosa y agotada. Grité. Grité tanto que me quedé ronca. No comprendía nada de lo que ocurría, parecía un mal sueño o una pesadilla.

Pasaron las horas, sin que nadie apareciera en aquel pasillo, la luz me desorientaba y desconcertaba y me quedé amodorrada. Cuando desperté, estaba en el coche de Arian, camino de la fábrica. Iba hablando, como siempre, de platos de cocina y de guisos. Yo me estiré súbitamente ¡aquello no podía estar ocurriendo¡ Acababa de terminar un turno, ¿Y volvía de nuevo a la fábrica? Mi cara de extrañeza no atrajo la atención de Arian, de hecho parecía que aquella conversación era exactamente que la del día anterior, y la del anterior del anterior.

No sabía qué pensar, y mientras apuraba un cigarro antes de entrar de nuevo a trabajar, busqué una aspirina en mi taquilla.

Isabel, entró como siempre a las siete, bostezando. No dejé de mirar el reloj, hasta las nueve no bajaría a la sala de descanso y tenía que preguntarle si me había esperado el día anterior para que subiera al primer piso.

Apenas prestaba atención a mi trabajo, y Javier, tan perfeccionista y escrupuloso no me llamó la atención en ningún momento. Cuando apareció Isabel, la seguí. Aún me quedaban tareas que hacer antes de que pudiera ir a la sala de descanso, pero no podía dejar que pasara aquella oportunidad para hablar con ella.

Yo también encendí un cigarro y le pregunté. Me negaba a pensar que aquello hubiera sido una pesadilla, había sido todo tan real, y tenía constancia de que había mantenido aquella conversación con Isabel.

- Sí, te dije que cuando quisieras.-

- Pues, ayer subí y no encontré ninguna sala en el primer piso.-

Se extrañó.

-¿Seguro que no fuiste al segundo piso? En el primer llegas a una sala, no hay pasillos, sólo es una gran sala en la que ya está todo. Y ahora que lo pienso en el segundo piso está la sala de máquinas y un trastero.

- Volveré a subir hoy.

Ella asintió y se fue.

Volví a mi trabajo y al acabar de nuevo mi turno, subí de nuevo al ascensor. El cuerpo me temblaba, la única explicación a todo aquello era que hubiera sido una pesadilla pero estaban pasando cosas muy raras y necesitaba encontrarle un sentido a todo aquello. La puerta del ascensor se cerró, y subí y de nuevo aquel odioso pasillo blanco y sin fin. Pulsé el botón del bajo y aparecí en mi conocida sección. Salí y miré las escaleras, y comencé a subir. Había muchos descansos y subí... y subí... y seguí subiendo... y no apareció ningún piso. Me senté un segundo y bajé corriendo sin mirar atrás y suplicando mentalmente que apareciera el piso bajo. Después de que me parara un par de veces, llegué al bajo y me dirigí sin mirar a nadie al vestuario, cubierta de sudor. Nadie me dijo nada. Me vestí a toda prisa y salí en busca de aire de fresco... cuando abrí la puerta, no había nada. Ni calle, ni edificios ni nada... sólo una bruma como la del pasillo. Asustada, intenté dar un paso pero no conseguía ver las escaleras. Y volví a entrar en mi sección. Las máquinas habían parado y no había nadie tampoco. Busqué a Javier en su oficina. Caminé por todas las salas y los almacenes. Grité y aullé pero no había nadie. Me senté en un pasillo y escondí la cabeza entre las rodillas, quería irme a casa y dormir. El pasillo en el que estaba sentada se encontraba continuo al ascensor y un ruido procedió de allí. Me levanté esperando que el alguien que apareciera me explicara lo que estaba ocurriendo, dónde estaban todos, y por qué no se veía la calle.

El ángel de las siete salió, con su cara de sueño, sonrió levemente y pasó a mi lado, sin extrañarse por no ver a nadie y se dirigió a la sala de descanso. La seguí, y le hice millones de preguntas, mientras caminaba a su lado. Ella no aminoró su marcha ni realizó ningún gesto. Sacó su paquete de tabaco y encendió un cigarro. Me tendió uno.

- ¿Has visto todo eso y no sabes lo que te ocurre?-

La cabeza me daba vueltas y comenzaba a marearme. Isabel se sentó frente a mí y acercó sus ojos a los míos.

- ¿De verdad no sabes que lo que estás pasando?-

Pero sólo podía ver sus ojos clavándose en los míos. Cómo su mirada abarcaba la mía, como de repente, me zambullía en aquellos oscuros ojos y recordaba cómo había llegado a aquella fábrica, cómo me había enamorado de Isabel y cómo la había amado durante aquellos años, ella trabajando en el primer piso y yo en el bajo. Cómo nos robábamos besos en el vestuario, nuestra primera discusión, la primera vez y todas las veces que hicimos el amor en mi casa, cuando la esperaba a que terminara su turno, cómo me despertaba y me echaba a empujones de la cama, de noche, para que me fuera a trabajar y yo me hacía la remolona... Y el accidente en aquella carretera que bordeaba un acantilado, cómo el coche se hundía, se llenaba de agua, y ninguna de las dos había conseguido salir. Ella había muerto unos instantes antes que yo. Y sólo recordaba aquella mirada, triste y profunda antes de cerrar mis ojos.

Me eché a llorar, confundida. Todo era como una enorme pesadilla y la abracé y recordé todo aquello.

Luego ella me secó las lágrimas y me acarició el pelo.

- Llevo una eternidad esperando a que te acordaras de todo, pero no querías dejar la vida y recreaste la vida que llevabas.

- Pero... no te recordé hasta ahora.-

El ángel de las siete se encogió de hombros.

- Volviste al momento que quisiste de tu vida, no sé por qué volviste a éste. No hay explicaciones para todo.

- Pero entonces ¿Qué somos? ¿Dónde estamos?.

El ángel de las siete sonrió

- Esto es para ti el cielo, por lo menos antes de saber que eres un ángel y que podemos construir nuestro propio mundo. Simplemente no querías morir y tuve que esperar a que te dieras cuenta, a que lo asumieras, supongo que tenías miedo de que no volviéramos a vernos, o no querías dejar las cosas así. Pero morimos aquel día, Bea. –

Hasta aquel momento no había recordado cuál era mi nombre. Y lo entendí todo.

- Luego las cosas comenzaron a difuminarse porque no puedes vivir eternamente en el mismo momento, y te diste cuenta...- El ángel de las siete suspiró y me besó en la mejilla.

- Has tardado tanto...-

- Pero ahora estoy aquí.-

Ella sonrió.

- Sí y tenemos todo el tiempo del mundo, somos ángeles-

Y sonreí mientras me cogía de la mano y salíamos al exterior y caminábamos en medio de la nada. A nuestras espaldas la fábrica fue alejándose poco a poco, desapareciendo en aquella luminosidad que ya no me daba miedo.

Caminando la besé y le susurré al oído.

- Nunca dudé que fueras un ángel, ni siquiera cuando estábamos vivas.-

Y ella me sonrió con aquella cara somnolienta que no se le quitaba ni aún siendo un ángel de verdad.

bruma

2 comentarios:

Jo dijo...

Que angustia mari.

Me gustó mucho, la verdad. Pero mucho mucho.

Angie Simonis dijo...

Una visión muy optimista de la muerte... Me gustan las muertes así, en círculo, con posibilidades de cambiar, como la vida.
Tienes mucho valor. Yo jamás dejaría leer algo mío sin corregirlo cincuenta veces antes.